jueves, 19 de agosto de 2010

La jeringa III

El grupo esperado llegó. Nosotros ya estábamos listos para meternos a los empujones que se estaba formando en medio del local. Ni bien empezó la primera canción toda la gente se dirigió al centro y empezó a golpearse. Recuerdo que yo sentía que volaba, me dirigía de un lugar a otro y no me oponía a ello. Chocaba con todo el mundo, miraba sus rostros en pleno éxtasis o transitoria locura. Las chicas también estaban metidas en los empujones y por más que les caían patadas en los senos ellas, obstinadas, continuaban repartiendo golpe. Y yo seguía volando de un lado a otro, impulsado quién sabe por simples empujones o por verdaderos puñetes que no sentía por la adrenalina de la bulla. Terminada la canción volvimos todos alegres como si no nos hubieran golpeado. Nuestro cuerpo no sentía dolor en ese momento, pero al día siguiente te lo cobraba. Varias veces mi padre me había visto hematomas gigantescos. “Qué es eso”, me preguntaba, “A dónde mierda te has ido para que llegues con esos moretones”. “¡Ay, padre!, si te contara cómo es esta chica de salvaje”, y todo quedaba como si nada. Mi madre sí armaba un escándalo: “Vamos inmediatamente al hospital”. Se iba de un lado para el otro con remedios “Pero quién te ha hecho esto mi bebe, dime la verdad. Acaso te ha pegado tu papá, porque si es así…” Yo me reía de lo histérica que se ponía cada vez que me veía con un moretón en el brazo.

Nos volvimos a sentar y continuamos bebiendo. Ya a las tres de la mañana nadie quiso seguir tomando, el local estaba casi vació y bastó que levantara la mano para que claudia, la mesera de cabellos rizados, llegue con mi botella de whisky. Le pagué todos los gastos hechos y les dije a los chicos que ya era hora de irnos. Llegamos al mismo sucio hostal de siempre y pedimos el mismo cuarto que pedíamos todas las madrugadas de los sábados; aquel cuarto que poseía la cama más grande que había en toda la casa-hostal. Ya nos conocían así que no hubo problema que entráramos todos juntos al mismo cuarto: el escondite perfecto para esconder los estragos de la resaca. Al entrar al cuarto todos se tiraron en la cama. Yo seguía con mi botella de whisky en la mano tratando de quedar completamente inconsciente. Todos nos quedamos dormidos al instante, no sin antes haber fumado el último cigarrillo de marihuana que quedaba.

Siempre que estaba con ellos temía que la luz del día llegue, pues al llegar tendría que regresar a mi realidad. La noche es perfecta porque se convierte en cómplice de todos; oculta a violadores, asesinos, parejas y a simples jóvenes que se refugian en actos bacanales. Hace unos meses el argentino me dijo que nos fuéramos a recorrer como mochileros toda América. No acepté pues sabía que mi padre me encontraría donde esté. Tal vez si hubiera aceptado, ahora no estaría en esta sala de espera. Acaba de salir una enfermera, ha llamado al de mi costado. Cuando vuelva a salir sé que será mi turno. Estoy nervioso y sudo. Mi cuerpo empieza a temblar.

Cuando Salí del cuarto no me despedí de ellos. Todos estaban totalmente dormidos, nadie podía escucharme. Tomé mi botella de whisky, todavía quedaba un poco, y me fui de la habitación. Llegué hasta el lugar de recepción y pagué la cuenta. Salí del hostal y me dirigí hacia la avenida. Al pasar por el local en el que estuvimos vi a una chica desnuda tirada en el suelo, rodeada de policías. Había demasiada gente alrededor así que seguí de largo, obviando a la bella punk sin ropa que estaba postrada en el asfalto y era mirada por policías que cumplían con su trabajo pero esa vez lo cumplían con secreta morbosidad. Ahora, pensando, si me hubiera quedado a mirar un rato, una milésima de segundo, no hubiera subido al bus que subí y no me hubiera topado con ese sujeto. Pero no, continué de largo hasta llegar al paradero de buses. Pensé en parar el primer carro que pasó pero me arrepentí pues estaba totalmente lleno. El cobrador me insistió, pero le dije que no frunciendo el ceño. Quizás ese cobrador era mi ángel protector y yo lo rechacé como Eva rechazó al paraíso. Si hubiera subido a ese bus ningún limosnero hubiera subido al micro en el que subí, mi padre solo me hubiera gritado y yo no estaría al borde del llanto ahora. Ese día pensé en tomar un taxi pues mi olor no era agradable. A la mierda, me dije, esos huevones siempre están más sucios que yo así no me haya bañado en días.

Y llegó el carro. Estiré el brazo para que se detenga. Estaba casi vacío. Al subirme sentí que algo trataba de detenerme, como si se hubiera tratado de un presagio, pero al no saber de qué se trataba continué. O tal vez digo esto ahora y en realidad no había sentido nada. Me senté al final esperando que nadie me perturbe hasta bajar. El carro avanzó unas cuantas cuadras y entonces subió él. El hombre en el que he pensado todos estos días. Su flacura, su voz, todo él es el dueño de mis pesadillas. Todavía seguíamos en el centro. El cobrador lo dejó subir sin obstrucción. El bus ya estaba casi lleno. Subió, se paró en la parte del medio y empezó: “Señores buenas tardes. Disculpe que venga a interrumpir su lindo viaje -su voz era tosca- pero la necesidad me empuja a hacerlo. Yo no estoy bien, soy un hombre enfermo al que todos han hecho de lado. Mi mala cabeza me ha llevado al camino del mal. Desde muy pequeño me he drogado, desde muy joven he parado con mujeres y siempre sin protección y ahora sufro las consecuencias. Sí señores, se sufre mucho. No me alcanza para la medicina. Sí señores, tengo sida y no saben cómo se sufre, es muy horrible. Pero yo vengo a que me entiendas… por eso voy a hacer algo pa mostrarles lo que puedo llegar a hacer por culpa de esta enfermedad, pa que vean como se sufre”

Hasta ese momento yo no le había prestado atención, nunca presto atención a los vendedores porque todas las historias son casi las mismas. “Miren señores, esta jeringa representa la causa de mi enfermedad. Yo me inyectaba con la misma aguja que otros. Ahora estoy así por culpa de la jeringa y de las mujeres. Pero lo que voy a hacer por ustedes es clavarme esta jeringa en la garganta pa que vean como se sufre”. Cuando escuché que se metería la aguja en la garganta reaccioné, no sólo yo sino todos los que estábamos en el bus. El sujeto jaló el cuero de su garganta y se hundió la aguja de la jeringa. Ese “por ustedes” sonaba a sacrificio, sin embargo el por nosotros estaba alejado de cualquier sacrificio, estaba alejado de cualquier acto de resignación, de cualquier acto salvaguardador que, por último, nadie le pedía. Vi como sacó un poco de su sangre. “Señores esto es lo que hago por ustedes, esto duele pero lo hago para que me colaboren. Ahora por favor les pido una colaboración, miren lo que he hecho por ustedes, es doloroso clavarse una aguja en la garganta, pero lo hago por ustedes. Colabórenme por favor, se los pido en nombre de Jesusito nuestro padre y de nuestra querida Sarita”

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