domingo, 15 de agosto de 2010

La jeringa I

Y ahora qué hago. Y si las pruebas salen positivas. ¡Puta madre!, esta sala me desespera. Todos se notan tensos. Por ahí hay uno que está al borde de las lágrimas. Tal vez muchos de los que estamos en esta sala desmayemos al ver los resultados. No quiero hablar con nadie, ni siquiera los miro. Ya un tipo me empezó a hablar, lo mandé a la mierda con la mirada; felizmente entendió. ¿Por qué estoy acá? Creo que por estúpido y terco, pero a diferencia de los que también esperan, lo mío pareciera algo irreal o una condena a la que, como el resto, no debería estar sometido.

Todo empezó un viernes en la tarde. Ese día, y como cada viernes, me dio ganas de ir a los suburbios del centro. Siempre me entra al cuerpo unas ganas incontrolables de ir a escuchar bandas no comerciales cada vez que la semana termina, porque mi cuerpo se siente aburrido de estar escuchando a los malditos profesores de la universidad durante toda la semana. Cada vez que mi padre me ve salir me pregunta a dónde voy. Le contesto que a casa de mi enamorada de la universidad, y entonces él me cubre en todo. Si supiera que ni siquiera tengo amigos en la universidad. “Tráela algún día hijo, para conocerla”, se emociona siempre que le hablo de mujeres y solo atino a decirle cosas que elevan su orgullo. “Padre, tú crees que es la misma cada mes”, entonces suelta una carcajada como si entendiera o fuera lo que quiso escuchar. Siempre le digo cosas similares porque el machismo es una de sus características. “Te pareces a mí cuando era adolescente. Pero algún día vas a tener que sentar cabeza.” Imposible, padre. Yo no soy como tú, un amiguero y social con cualquier persona. No, no, es imposible. Yo soy distinto. A veces pienso que todo se debe a los mimos de mi madre, a la paulatina transmisión de su timidez. En la universidad soy el único que forma grupo de uno cuando dejan trabajos grupales. Soy el chico que se va al rincón a sentarse solo y no habla ni opina una sola palabra y nadie toma en cuenta, como si nadie se percatara de mi existencia, pero existo para mí, existo para mis padres y existo para ese momento, para ese rincón invisible. Soy aquel que pierde puntos en los cursos por no salir a exponer. Pero eso sí, nunca desapruebo porque compenso todo con buenas notas.

Cuando llego los sábados por la mañana me reclama el hedor a licor con el que siempre llego a casa. Me excuso diciéndole que sin unas copitas las chicas no caen. Entonces vuelvo a escuchar sus risotadas. Si se entera que voy al centro a locales hediondos con chicos poco comunes a drogarme, nada químico eso sí, embriagarme y a acostarme con chicas que él repudiaría por ser tan poco femeninas y andróginas, me mandaría al ejercito. Y es que con lo machista que es no le importaría que me juntara con esos pobretones con tal de ver a su hijo como un chico con diferentes ambiciones y machista, eso sí, muy machista. Pero antes me escaparía.

Nunca llevo carro al centro. No sabría donde dejarlo sin que amanezca con un par de llantas menos. Así que siempre tengo que tomar dos buses. Uno hasta la avenida Arequipa y el otro hasta la Plaza Francia, en el Centro. Lo malo es que detesto subir a los buses. Estar sentado con alguien que no conozco me desespera. Y peor si es hora punta porque el chofer y el cobrador abusan de sus clientes y no hay cuando dejen de meter más y más gente. “Al fondo hay espacio pe Chino, avanza”, recuerdo que alguna vez me dijo uno, y sin embargo yo ya me encontraba al fondo. Pero no tenía otra alternativa porque no podía llevar mi carro y detestaba mucho más ir en un taxi. Ni bien subías te empezaban a hablar de la situación del país: “El gobierno es una mierda joven, mire éste es mi título de abogado y sin embargo estoy aquí, taxeando”. “Es culpa de tus viejos por haberte mandado a una universidad de mierda”, le contestaba en mis pensamientos pero él escuchaba “Sí pues señor, el gobierno es malo por las universidades malas que existen en este país”. Con eso lograba que se callaran por un momento, pero después cargaban y seguían con las absurdas conversaciones, como si contándole a un desconocido todos sus malestares y frustraciones aliviaran un poco la mediocridad de sus vidas. Cómo odiaba subir a los taxis. Por eso prefería los abusos de los microbuseros, aunque a cada rato subieran vendedores de caramelos, o vendedores de lo que sea, pero vendedores al fin, con una voz de súplica. Eso también era algo muy intolerable. Te contaban su vida o cantaban. “les voy a cantar una canción linda de mi tierra linda”. Nunca entenderán que están en la ciudad y que sus canciones no nos gustan. No sé cuando llegará el día en que un vendedor suba y diga: “Espero que esta canción de Ian Curtis les guste”. Tal vez ahí hubiese cambiado un poco mi actitud de nunca comprarles nada a esos malditos limosneros. Y esa actitud es la que me llevó a estar en esta maldita sala, esperando algo que podría cambiar mi vida para siempre. Aún tengo el rostro del sujeto en mi mente: flaco hasta verle los huesos, alto, pelo corto, nariz ancha, con un corte en la cara y varios en los brazos, cadera ancha y hombros pegados al cuello. Pero lo que más recordaba de él era su voz: tosca, una voz que notaba una vida de alcohólico.

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