martes, 18 de mayo de 2010

-Supuse que estarías esperándome -me dijo cuando me vio sentado analizando a la gente-. No tenía pensado venir después de la última vez, pero no sé por qué me animé -volvió a pronunciar mientras se sentaba a mi lado-. Y cuando te vi me hubiera ido pero verte mirando al resto, robándoles sus acciones y sus imágenes como que me entusiasmó, como esa segunda vez que salimos, ¿te acuerdas? Principalmente cuando te vi haciéndole muecas al tipo del periódico. Te vi y me dije qué estará pensando este tonto y hasta me dio curiosidad saber por qué le hacías así al pobre mostachín.

—A ver de nuevo— le dije— me gustó cuando imitaste mi mueca.

—Un poco así pues tonto. Te traje esto, por si acaso te interesaba. Es un escritor de esos que creo te gustan.

—¡Genet!, sí lo he leído pero nunca en teatro. ¿Bueno?

-Muy bueno, al menos para mí.

-Gracias. Yo tampoco pensaba venir, es más vine pensando en que no vendrías y por eso yo no traje nada.

-es lo de menos, igual nunca traes nada.
“Toma -me dijo extendiéndome el libro de Perec- Ahora sé que puedo confiar en ti.” De pronto me vi obnubilado, no sabía qué decirle y el único lugar por donde podía escabullirme fue dar las gracias y ponerme a revisar el libro. Después ella sacó de su bolso dos libros más y también me los entregó. “Estos son los libros de los que te hablé ayer. Pensé que también podían interesarte.” Volví a agradecerle y hasta comentarle que me sentía casi como un gusano primero porque yo no tenía con qué agradecerle y segundo porque a su lado me sentía casi como un ignorante. Despreocúpate, me dijo, solo no olvides que la otra semana aquí mismo me los tienes que devolver. Se despidió confiándome sus libros y sin sospechar siquiera que había la posibilidad de que nunca más me viera y así perder parte de su biblioteca ante un desconocido. Naturalmente yo volví a la semana siguiente y la volví a encontrar. No pude devolverle los tres libros porque apenas y había leído uno. Me justifiqué diciéndole que tenía que resolver trabajos universitarios y eso me quitó tiempo para leer los libros. La verdad es que para leer siempre he sido lento y eso me avergüenza. Ese día nos besamos por primera vez. A modo de mentira le dije que nunca me había interesado el libro y que fue por ella que me animé a acercarme. Ella lo tomó casi como una vulgar ofensa. Eso no se le hace a la literatura, me dijo casi furiosa y fue ahí que empecé a percatar su bipolaridad.

sábado, 15 de mayo de 2010

Me miró bastante extrañada cuando me acerqué y le dije que haría lo que fuera por conseguir que me prestara el libro. Ahí empezó todo. Después se rio por mi atrevimiento y ese día terminamos en un café de Miraflores charlando sobre Perec y tantos otros. Cuando nos despedimos me dijo que a la misma hora y en el mismo lugar para que me prestara el libro, con la condición de que se lo devolviese y no desaparezca con él. Ya para ese rato el abismo que había entre libro y persona fue emparejándose e inclusive invirtiéndose, pues el resto del día no dejé de pensar en ella, de pensar en su boquita ligeramente pintada pronunciando uno de los versos que más le gustaba, de sus manos bailarinas haciendo coreografía con sus gestos en un intento casi inútil por explicarme cada parte de algún libro o de algún escritor que a ella la fascinaban.
Cuando volvimos a vernos efectivamente al día siguiente por primera vez pude apreciar su belleza. No era una belleza cotidiana o simple, de esas que solo basta con mirarlas una vez para decir que es bella. Su belleza consistía en su personalidad, no daba la misma impresión al verla como una desconocida que la cruzas un día cualquiera en una calle cualquiera y que nunca más vas a ver ese rostro y esa figura, la impresión más fuerte te la daba en la segunda vez que la veías después de haberla conocido o intercambiado al menos tres palabras con ella. Su belleza se arraigaba diría en su personalidad, se apoyaba en ella para que te haga sentir intimidado, subyugado. Cualquiera que no la conociera diría que es una mujer común y hasta tirando para fea. Pero no fue así para mí cuando la volví a ver al día siguiente sentada leyendo el mismo libro de Perec y cargando en su hombro un bolso.

jueves, 13 de mayo de 2010

Cuando la vi, me hice el que no la había visto, pensando en cómo la recibiría. Hacía mucho tiempo que habíamos dejado esa práctica y la necesidad de alejarse uno del otro se volvió incluso obsesiva. Nos lastimábamos mucho cada vez que nos encontrábamos en ese grato parque, hacíamos el amor y luego de los orgasmos discutíamos, volvíamos a hacer el amor y luego del segundo coito nos golpeábamos, aunque más exacto sería decir que ella me golpeaba y yo evitaba o amortiguaba sus golpes, acto en el que podía interpretarse como golpes también porque en el momento, por ejemplo, de evitar una cachetada paraba su mano con un derechazo que la terminaban dejando con hematomas escandalosos. Pero siempre quedábamos en volvernos a encontrar, como una necesidad sadomasoquista que le urge a cualquier persona en ciertas ocasiones.

Mi vida por otro lado era muy estable. Iba a la universidad, hablaba con algunos conocidos, me sumergía en la biblioteca y hacía mis labores académicas sin perturbar a nadie. Se podría decir que si la sacaba a ella, mi vida era normalidad pura, simpleza de la rutina. Pero un día la vi en el parque leyendo una novela de Georges Perec y la atención que le puse al libro fue abismalmente superior a la atención que le puse a ella. La verdad es que esa vez a ella no le puse nada de atención, solo me quedé embobado con el libro de Perec, libro que se me había vuelto imposible de conseguir a pesar de mi peregrinación a todas las librerías de la ciudad. El libro en cuestión es La vida, instrucciones de uso, que tanto quería leer pues Perec ya me había maravillado con dos novelas: Tentativa de agotar un lugar parisino y Las cosas.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El encuentro se dio casi de improviso. Le dije que quizá iba y ella me dijo que quizá nos encontrábamos por ahí, pero nunca dijimos o aseguramos que iríamos. No sé por qué fui yo, si en realidad dije que quizá iba más por zafarme del compromiso hablar con ella por el teléfono que por otra cosa, y estoy seguro que a ella le pasó lo mismo. De pronto me vi alistándome y partiendo hacia allá, aunque no pensando, claro está, en que la vería, al contrario, no quería verla pero igual me vi yendo hacia allá. Cuando llegué solo me senté en un lugar cualquiera y empecé a observar a la gente. Había un niño obeso que le lloraba a su madre, o a la que de seguro era su madre (bien pudo ser una tía o una niñera) y ésta le repetía con fastidio que no, no insistas. También vi a un hombre con un bigotito hitleriano que observaba la misma escena aunque bastante incómodo porque el llanto del niño obeso afectaba su concentración para leer el diario. Después de un rato el niño calló y el hombre del bigotito intercalaba su mirada entre el periódico y mi figura, quizá preguntándose por qué ese infeliz lo miraba de esa manera. Estuve mirando así a mucha gente y ni siquiera pensaba ni esperaba que ella llegara. Por eso cuando la vi acercarse a mí casi me tomó por sorpresa. No una sorpresa de esa que hasta te pueden hacer caer las lágrimas o alegrarte en exceso, fue una sorpresa moderada, acompañada por una ligera sonrisa.