martes, 17 de agosto de 2010

La jeringa II

Nunca les compré nada a no ser que sea de mi gusto. Bien me hacía el dormido o movía mi cabeza de un lado a otro para que entendieran mi mensaje. Alguna vez cuando caminaba con dos compañeros de clases, no me atrevo a llamarlos amigos, uno de ellos al ver a un tipo greñudo suplicando una limosna en el piso de una calle anónima para mi recuerdo le dio una moneda, inmediatamente el otro le increpó la acción y le dijo que para qué le regalaba dinero si habiendo más de esos nos convenía. Yo no pienso así, y si no les colaboro es porque no me gusta ayudar a tipos que han cometido todo tipo de actos delincuenciales y después merodean por las calles pidiendo a la gente que le ayude a arreglar su vida; y si se trataba de una historia trágica tampoco les colaboraba porque no sé quién me está contando la verdad y quién no.

Ese viernes fui al centro a escuchar a un grupo grunge, siempre era grunge, no toleraba el punk, y a encontrarme con los muy pocos amigos que tengo. Al centro iba con ropa distinta de la que llevo a la universidad porque así evito los reclamos de mis padres. Escondía la ropa en mi jardín y al salir me cambiaba. Jeans rasgados, polos cortos y camisas de leñador. En cambio a la universidad iba lo formalmente posible.

Tomé un bus. Pensé en los chicos, “me gustaría dejarme el pelo largo como el argentino o el chato que desde que los conozco siempre lo llevan así, pero mi padre no me lo permitiría”. Llegué y ahí estaban todos, en la misma plaza de siempre, esperándome porque soy yo el que pone las entradas y los tragos, a cambio ellos ponen la marihuana y sus locuras. Por último, con ellos me divierto y la plata sale de los bolsillos de mi progenitor.

Los vi desde lejos. El argentino y el chato ya habían prendido unos porros y los fumaban con ávido placer, Esteban, sentado en la banca, miraba el piso con detenimiento catatónico y las chicas, las únicas chicas que conozco y con las únicas que me he acostado, estaban con sus trajes anchos y esotéricos, que les daba un aire místico, charlando y riendo no sé de qué y buscando en esos jugueteos pueriles y cómplices a la vida en sí. Me ven y gritan. “Ahí viene el pituco”, siempre se alegran cuando me ven porque saben que si llego es con dinero para divertirme. “Pituco”, me dicen. Es mi apodo. Yo les digo que soy como ellos, que no tengo la culpa de que mi padre gane bien y viva en una zona exclusiva de la ciudad. “Lo sabemos -me dicen- además nos caes de puta madre”. Una por una las chicas se acercaron a mí, todas me dan un beso en la boca cada vez que me saludan. Las cuatro son hermosas, más, o distinto, que las chicas que viven por mi casa. Su belleza es distinta, su belleza refleja libertad. En cambio las chicas de mi cuadra viven aprisionadas en el cuidado de su apariencia y hay que pedirles permiso incluso para mirarlas. Todo es muy distinto.

La noche ya estaba planeada. Iríamos al local donde más acudimos, porque es de los pocos donde tocan bandas grunge. Antes de ir al local fumamos marihuana, vieja costumbre que teníamos antes de entrar a cualquier local. El Chato siempre pedía fumar afuera porque adentro todos, conocidos y desconocidos, te pedían una pitada. Recuerdo que llevé dinero suficiente para las entradas los tragos y el cuarto donde siempre dormíamos todos juntos, acurrucados en la misma cama, así estemos en verano. El dinero nunca faltaba en nuestros encuentros. Mi padre siempre era generoso con ello. “A un verdadero hombre nunca tiene que faltarle billete carajo, si no las muchachas no se te acercan.” Me daba buena cantidad todos los días y yo guardaba todo para los viernes, cuando la Collera Burguesa, así tildaron a nuestro grupo y nos acostumbramos a que nos dijeran así, se juntara para hacer perradas por las calles del centro.

Siempre parábamos los siete juntos toda la noche. Creo que mi presencia nos unía, ya que siempre me hablaban y yo siempre los escuchaba. Nos reíamos, a veces se burlaban de mí, tal vez era un tanto inocente para ellos, yo era distinto a lo que era en cualquier otra parte, con ellos todo era distinto. Pero eso sí, nunca me buscaban, yo siempre los buscaba y ellos siempre me recibían. Cómo los extraño, desearía que estén aquí, a mi lado tratando de animarme o sufriendo conmigo.

Fumamos los cigarrillos de marihuana y entramos al local. Ya una banda había empezado a tocar, como preludio a la banda esperada. Fuimos a la mesa más alejada que había en el local y una chica de pelo rizado nos trajo dos botellas de vodka, ya sabía nuestros gustos, sabía que siempre empezábamos con unos vodkas, que continuaríamos con un par de vinos, que todos se embriagarían y que sólo yo quedaría medianamente sobrio como para pedirle una botella de whisky. Tenía una resistencia al licor inigualable. Desde que tenía seis años a mi padre le gustaba darme una copa de whisky cada vez que llegaba de trabajar. Hasta ahora lo sigue haciendo, pero por el contrario no le gustaba que tomara en exceso, porque “eso es vulgar hijo, eso solo lo hacen los delincuentes”.

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