sábado, 15 de mayo de 2010

Me miró bastante extrañada cuando me acerqué y le dije que haría lo que fuera por conseguir que me prestara el libro. Ahí empezó todo. Después se rio por mi atrevimiento y ese día terminamos en un café de Miraflores charlando sobre Perec y tantos otros. Cuando nos despedimos me dijo que a la misma hora y en el mismo lugar para que me prestara el libro, con la condición de que se lo devolviese y no desaparezca con él. Ya para ese rato el abismo que había entre libro y persona fue emparejándose e inclusive invirtiéndose, pues el resto del día no dejé de pensar en ella, de pensar en su boquita ligeramente pintada pronunciando uno de los versos que más le gustaba, de sus manos bailarinas haciendo coreografía con sus gestos en un intento casi inútil por explicarme cada parte de algún libro o de algún escritor que a ella la fascinaban.
Cuando volvimos a vernos efectivamente al día siguiente por primera vez pude apreciar su belleza. No era una belleza cotidiana o simple, de esas que solo basta con mirarlas una vez para decir que es bella. Su belleza consistía en su personalidad, no daba la misma impresión al verla como una desconocida que la cruzas un día cualquiera en una calle cualquiera y que nunca más vas a ver ese rostro y esa figura, la impresión más fuerte te la daba en la segunda vez que la veías después de haberla conocido o intercambiado al menos tres palabras con ella. Su belleza se arraigaba diría en su personalidad, se apoyaba en ella para que te haga sentir intimidado, subyugado. Cualquiera que no la conociera diría que es una mujer común y hasta tirando para fea. Pero no fue así para mí cuando la volví a ver al día siguiente sentada leyendo el mismo libro de Perec y cargando en su hombro un bolso.

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