miércoles, 5 de mayo de 2010

El encuentro se dio casi de improviso. Le dije que quizá iba y ella me dijo que quizá nos encontrábamos por ahí, pero nunca dijimos o aseguramos que iríamos. No sé por qué fui yo, si en realidad dije que quizá iba más por zafarme del compromiso hablar con ella por el teléfono que por otra cosa, y estoy seguro que a ella le pasó lo mismo. De pronto me vi alistándome y partiendo hacia allá, aunque no pensando, claro está, en que la vería, al contrario, no quería verla pero igual me vi yendo hacia allá. Cuando llegué solo me senté en un lugar cualquiera y empecé a observar a la gente. Había un niño obeso que le lloraba a su madre, o a la que de seguro era su madre (bien pudo ser una tía o una niñera) y ésta le repetía con fastidio que no, no insistas. También vi a un hombre con un bigotito hitleriano que observaba la misma escena aunque bastante incómodo porque el llanto del niño obeso afectaba su concentración para leer el diario. Después de un rato el niño calló y el hombre del bigotito intercalaba su mirada entre el periódico y mi figura, quizá preguntándose por qué ese infeliz lo miraba de esa manera. Estuve mirando así a mucha gente y ni siquiera pensaba ni esperaba que ella llegara. Por eso cuando la vi acercarse a mí casi me tomó por sorpresa. No una sorpresa de esa que hasta te pueden hacer caer las lágrimas o alegrarte en exceso, fue una sorpresa moderada, acompañada por una ligera sonrisa.

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