jueves, 13 de mayo de 2010

Cuando la vi, me hice el que no la había visto, pensando en cómo la recibiría. Hacía mucho tiempo que habíamos dejado esa práctica y la necesidad de alejarse uno del otro se volvió incluso obsesiva. Nos lastimábamos mucho cada vez que nos encontrábamos en ese grato parque, hacíamos el amor y luego de los orgasmos discutíamos, volvíamos a hacer el amor y luego del segundo coito nos golpeábamos, aunque más exacto sería decir que ella me golpeaba y yo evitaba o amortiguaba sus golpes, acto en el que podía interpretarse como golpes también porque en el momento, por ejemplo, de evitar una cachetada paraba su mano con un derechazo que la terminaban dejando con hematomas escandalosos. Pero siempre quedábamos en volvernos a encontrar, como una necesidad sadomasoquista que le urge a cualquier persona en ciertas ocasiones.

Mi vida por otro lado era muy estable. Iba a la universidad, hablaba con algunos conocidos, me sumergía en la biblioteca y hacía mis labores académicas sin perturbar a nadie. Se podría decir que si la sacaba a ella, mi vida era normalidad pura, simpleza de la rutina. Pero un día la vi en el parque leyendo una novela de Georges Perec y la atención que le puse al libro fue abismalmente superior a la atención que le puse a ella. La verdad es que esa vez a ella no le puse nada de atención, solo me quedé embobado con el libro de Perec, libro que se me había vuelto imposible de conseguir a pesar de mi peregrinación a todas las librerías de la ciudad. El libro en cuestión es La vida, instrucciones de uso, que tanto quería leer pues Perec ya me había maravillado con dos novelas: Tentativa de agotar un lugar parisino y Las cosas.

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