domingo, 13 de junio de 2010

Y ahora, después de mucho tiempo, volvíamos a estar uno frente al otro quizá sin ganas de haber ido al encuentro. La incomodidad de la situación llegó a ser intolerable, no sabíamos qué decir, cómo actuar, no sabíamos siquiera si era plausible mirarnos, volver a la coquetería y así al engaño y a la violencia de nuestra relación. Por lo pronto, ambos mirábamos a las personas que estaban por ahí, principalmente al sujeto de bigotito hitleriano que aún no acababa de leer el periódico y que cada vez se veía más fastidiado porque esta vez no era uno el tipo que lo miraba con irrespetuoso descaro, ahora a ese infeliz se le unió una tipa con fachas medio raras que también se ha puesto a verme. Era el ejercicio al que habíamos recurrido para ocultar un poco el error en el que habíamos caído al asistir a ese encuentro que conforme vaya avanzando el tiempo se irá tornando desastroso y hasta bizarro.

Recuerdo que me tomó con fuerza de un brazo, algo que me sorprendió al instante, y me dijo que a los libros se les debe respetar, que era lo mejor y lo más bello que ha producido el hombre, no, dijo el vulgar hombre, quizá el sucio hombre, no recuerdo bien, lo que sí recuerdo con exactitud es su mano asiendo la mía y marcándole cada uno de sus dedos. Yo quedé sorprendido, era la primera vez que me pasaba algo así, nunca una chica me había tocado violentamente, ni mi madre, ni mi abuela que por su carácter me sorprende que no me haya dado siquiera una bofetada. Yo la calmé diciéndole que tenía razón, que fue un acto vulgar, un vil recurso, utilizar la literatura para flirtear con alguien, eso realmente no se hace. Pero ella casi y hasta se echa a llorar de ¿rabia? ¿pena? ¿frustración?, no lo sé. Cuando me soltó le dije que me disculpara y que no me hubiera perdonado si nunca llegaba a conocerla. Cuando llegamos a su casa, aunque más exacto sería decir, a su cuarto, porque la casa era de un amigo y vivían allí ellos dos con tres amigos más, o sea vivían cinco personas y cada uno solo se podría decir que tenían un cuarto y no una casa a no ser que sea el propio dueño de casa que ante la partida de sus padres al extranjero no tuvo mayor idea que ganar algo de dinero alquilando unas cuantas habitaciones. Entramos a su cuarto y me sorprendió ver la cantidad de libros amontonados en estantes, en el piso, en la cama, debajo de la cama, en un escritorio y en los bordes de la ventana. “Disculpa, es que sin darme cuenta me fui quedando sin espacio”, me dijo avergonzada. “Pero si es genial”, le respondí y empecé a revisar los títulos. Mientras la penetraba con torpeza, porque mis encuentros sexuales han sido pocos y por eso desconozco qué vías seguir en momentos como estos, ella gemía en francés o alemán, no pude distinguir bien, se arqueaba y parecía que recitaba algún verso y cuando llegó al orgasmo, mientras yo estaba echado mirando el techo y ella me cabalgaba moviendo su pelvis hacia adelante y hacia atrás, gritó con más fuerza pero ya en español: “El arte es largo, el tiempo corto”.

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