lunes, 3 de enero de 2011

Cementerio equivocado

En cierta ocasión decidí viajar como autoestopista y terminé en un pueblito de la sierra; esos pueblitos alejados de todo donde no hay luz ni agua y donde a todos sus habitantes bien se los podría juntar en un auto familiar; esos pueblitos en donde las casas son de barro y los campos extensos e infinitos y a uno le es inevitable compararlo con Comala. Ahí conocí a Teobaldo, un gran sembrador de papas que a pesar de su avanzada edad seguía trabajando su tierra desde la mañana hasta que la oscuridad le impedía seguir escarbando el suelo con su lampa. Teobaldo fue generoso y dijo que podía quedarme en el corralito de su casa. Su casa, al igual que todas, era de barro y era alta, quizá de más de tres metros, de un solo piso y dividido en tres partes que estaban juntas pero aisladas una de la otra: un salón inmenso que funcionaba como sala y dormitorio, una cocina y al fondo el ya mencionado corralito donde había una especie de huerto y en donde un cerdo habitaba en una de las esquinas y se convirtió en mi compañero provisional. Nunca antes había comido tanta papa como aquella semana en casa de Teobaldo. En el desayuno papa sancochada, en el almuerzo sopa de papa y en la cena las sobras del desayuno y del almuerzo: más papa. Teobaldo solía acompañar su menú de papa con ají molido, algo que me obligaba a comer y que de buena gana debí rechazar pero no pude ante la insistencia y burla referida a mi virilidad, pues se consideraba que solo los hombres son capaces de resistir una comida bañada en ají molido; sin embargo, él desconocía por completo que yo padecía de colon irritable, es más desconocía lo que era e insistía a pesar de la mención de un culo o un estómago que no toleraba algo muy picante y me servía abundante ají molido en cualquiera de los platos, ya sea en el desayuno, almuerzo o cena, y se reía cada vez que yo me ponía coloradísimo y después de un momento corría hasta el baño sintiendo que la diarrea estaba a punto de ganarme la partida.

Teobaldo era un viejo solterón, así que casi toda su vida se la pasó solo. Los demás integrantes del pueblo me miraban con recelo, pues pensaban que algo me traía entre manos con el viejo. Al tercer día, ya todos me trataban como uno más de la comunidad y es que la gente de los pueblos suele ser generosa. Lo cierto es que aquella vez yo fumaba como nadie, un suicidio lento a base de dos cajetillas por día. Todas las noches en aquel pueblito Teobaldo y yo nos sentábamos en el poyo de su casa y fumábamos mientras veíamos ¿la oscuridad? ¿el universo? ¿la soledad? Teobaldo no era un fantasma, pero una noche se le dio por contarme cuentos de fantasmas, uno de ellos fue el que conté a los del grupo en el hotel de Ica.

Teobaldo: “Una noche mi tío me dijo que le iba a ganar el encuentro al tiempo. Esa noche no durmió casi, porque quería salir lo antes posible a un terrenito que tenía y que quedaba lejos. Salió como a las tres de la mañana. Una hora peligrosa porque las tres de la mañana es la hora del diablo y todo su aquelarre. Mi tío me contó que montó su caballo y salió sin creencias que lo detuvieran o atemorizaran. La noche entonces no le permitía ver ni su reflejo y el camino era escarpado y fantasmal. Eso me dijo él, aunque en los pueblos los caminos siempre son escarpados y fantasmales, no importa la hora que sea.

Iba tranquilamente por esa tierra baldía y como para distraerse silbaba uno de los huaynitos que por acá nos gusta silbar y de rato en rato le hablaba a su caballo. De pronto sintió que alguien se sentó atrás de él, pero no como si se trepara desde el piso sino como si hubiera llegado desde el aire levitando. El caballo relinchó y trató de correr pero lo pudo tranquilizar. Mi tío, luego de haberse pegado el susto respectivo, quiso primero bajar del caballo y luego voltear a ver quién se había subido a las ancas de la bestia. No pudo hacer ninguna de las dos cosas porque el sujeto que estaba atrás no se lo permitía.

Llegado el momento el sujeto le empezó a hablar. Mi tío me contó que no recuerda si fue la presencia o la voz de ese sujeto lo que más le asustaba. Le dijo que no intentara voltear porque lo degollaría y que solo siguiera el camino. A mi tío no le quedó otra cosa que obedecer pues la fuerza de ese ser era descomunal. Siguió entonces guiando al caballo por el camino y trató en todo momento dejar de llorar.”

—¿Tienes otro cigarro, Chico? Gracias.

“Bueno, entonces anduvieron así por un buen rato hasta que el cielo empezaba a clarecer. Aún no era de día, pero ya al menos se notaba el reflejo de las cosas. Cuando se acercaban a una casa el sujeto le dijo que parara al llegar a la puerta. Así lo hizo y mi tío pudo ver que en esa casita había un velorio. Habían sillas afuera de la casa donde algunos acurrucados en sus ponchos estaban sentados bebiendo aguardiente. ¡Ah, el aguardiente!, bebida de hombres carajo.
De pronto, mi tío cambió de expresión cuando me contó esto. El sujeto le dijo que lo esperara sin mirar y que no se fuera si no lo alcanzaría y lo mataría. Mi tío, más por chismoso que por temor, decidió esperar. Sintió cómo su acompañante despegaba de la parte trasera del caballo y volvía a levitar. Entonces desobedeció las órdenes de su opresor y lo miró. Me dijo que en ese momento no pudo evitar mearse en los pantalones porque lo que vio era a un sujeto con cuernos y con rabo de toro, totalmente desnudo pero la vestimenta le era innecesaria porque su cuerpo estaba lleno de pelos, pero no pelos de humano sino de bestias.

Lo vio flotar por entre la gente que bebía fuera de la casita quienes no se percataban de su presencia. Quiso de verdad irse pero si en realidad era quien pensaba que era pues resultaba imposible huir de él. Siguió mirándolo entonces. Luego de pasar a la gente, entró a la casa y se dirigió al ataúd. Las señoras que lloraban al muerto increíblemente no lo veían, a pesar de que él pasaba por su lado. Llegó al ataúd, abrió el cajón y sonrió, ahí pudo verle los dientes, parecían los dientes de un perro, tenia colmillos y botaba bastante espuma.

Cargó con una mano el cuerpo y cerro el cajón con la otra. La gente no se percató de nada y seguía llorando sin darse cuenta de que a quien le lloraban ya no estaba en el ataúd. Empezó a flotar de nuevo y entonces tuvo que voltear para que ese ser no viera que lo estaba mirando. Me contó que empezó a temblar y a llorar sin parar. Hasta su caballo parecía asustado pues también temblaba, aunque esto bien podía deberse al frio. Ay mi tío, era un pendejo, a veces lo exageraba todo.

El sujeto volvió a sentarse atrás de él y esta vez el caballo se tambaleó pues apenas y aguantaba el peso de los tres. Sonó entonces la misma voz que sin duda era producida desde el infierno quien le dijo que continuara y que por nada voltee. Distinguió a un lado de su pierna la mano del cadáver, una mano frígida, inerte y de una coloración inquietante. El caballo empezó a andar con mucho esfuerzo y bufando. Luego de alejarse unos metros de la casa escuchó como si un perro estuviera comiéndose un hueso. Crac, cranch, luego escuchó y sintió cómo rompía los huesos con sus manos y sorbía el jugo de la medula. Él pensaba que esa noche moriría, que también sería devorado junto con su caballo.

Luego de mucho rato de escuchar cómo se devoraban al cadáver el sujeto le dijo que parara al caballo, escuchó como palmoteaba su barriga y eructaba y le dijo gracias por ayudarme a cobrar una deuda. De pronto sintió que ya nadie estaba detrás de él. Volteó y no vio a nadie, ni vio rastros de sangre ni nada por el estilo. Ya había amanecido completamente. Cuando volvió a mirar al frente se dio cuenta de que había vuelto al lugar donde todo había empezado.

Mi tío nunca más pudo dormir tranquilo y jamás salía de su casa cuando el pueblo estaba en penumbras. Antes de morir gritó: “Espero te produzca una indigestión Cornudo”. Extrañamente su caballo murió al mismo tiempo. Yo me quedé con sus tierras y con su casa”La noche que Teobaldo me contó eso no pude dormir tranquilo. Me pregunté por qué diantres me había contado algo que me iba a asustar. Todo era oscuro entonces y yo tenía que ir a dormir al corralito solo. Los sonidos que hacía el cerdo en vez de consolarme me asustaban más. Felizmente fue la última noche que pasé en casa de Teobaldo pues no creo que hubiera podido aguantar otra noche. Le dejé dos cajetillas de Marlboro y unos cuantos soles y Teobaldo me dio una bolsa con papas. La última vez que lo vi me pareció el ser más solo del planeta.