jueves, 19 de agosto de 2010

La jeringa IV

En ese momento recuerdo que me asusté demasiado. Ni bien el hombre sacó la aguja ensangrentada de su garganta, los que estaban sentados más cerca de la puerta salieron despavoridos del bus. Yo no tuve opción, estaba sentado al último y además no sé por qué quise demostrar que no soy un miedoso. En cambio aquellos, los que salieron como los más cobardes de Lima, ahora no tienen de qué preocuparse. No pude hacerme el dormido tampoco porque en varios momentos la mirada del sujeto se cruzó con la mía. “Una colaboración señora... gracias”, todos le estaban dando monedas. Una chica con lágrimas en los ojos y con la mano temblorosa le dio un billete. “Gracias amiga, tú sí que me comprendes. Miren señores así deberían ser todos los peruanos de comprensibles”, la chica entró en un llanto incontrolable y el sujeto cada vez se acercaba a mí enseñando la jeringa ensangrentada. Una señora temeraria le empezó a decir que debería darle vergüenza, que es un asesino y le increpaba con el puño cerrado. Pero el hombre ni se inmutó y por el contrario levanto más la jeringa para que la viera, entonces la señora, golpeada en su orgullo, se calló y bajó la cabeza para buscar unas monedas en su bolso. “Gracias señora, usted sí que entiende a los necesitados”

Nadie más se atrevió a enfrentarlo. Al chofer y al cobrador también se les notaba algo lívidos. El hombre llegó hasta el sujeto que estaba un asiento delante del mío. “Gracias señor, Dios lo bendiga” En ese momento mi cuerpo empezó a temblar pero seguía firme en mi idea de no darle un solo centavo a ese sujeto. “Total –pensé- de repente no tiene sida y solo lo hace para asustar a la gente”. Pero sin duda que era un riesgo. Antes de que llegue a mi lado giré mi cabeza hacia la ventana y miré a la calle. “Joven, por favor una colaboración”, no me inmuté y seguí mirando hacia la calle. La gente de afuera miraba al bus con indiferencia sin percatarse de lo que sucedía. “Joven, joven… joven por favor una colaboración”, yo seguía sin hacerle caso. Pensé que mi obstinación era muy arriesgada pero no quería dar marcha atrás. “Hombre ya te han colaborado varios, bájate”. El hombre de la jeringa volteó y el cobrador se quedó callado. “Joven por favor una colaboración pa bajarme de una vez”. Sentí miedo pero no le hice caso, no lo miraba directamente, pero sí de reojo. “Joven no sea tonto –escuché decir a una señora- déle una propina, no ve que ese hombre es peligroso, está armado, no lo ve” Pude ver que su brazo, en donde sostenía la jeringa, comenzaba a levantarse y fue ahí que sentí más temor pero seguí terco y firme en mi decisión. Ahora pensándolo bien no sé por qué hice eso. Gasté buena cantidad de dinero esa noche y sin embargo arriesgué mi vida por no querer darle una moneda a ese sujeto. Pero no quise dar mi brazo a torcer por culpa de un miserable, no quería verme humillado por culpa de un infeliz limosnero. “Joven entienda la situación por favor, no quiero problemas”. De reojo noté que ya la aguja estaba en el aire, entonces no resistí más, pero fue tarde. “Joven no va a ser mi culpa”. Cuando decidí mirarlo y darle una moneda, sólo pude ver su rostro furioso y la jeringa clavada en mi hombro. Escuché el grito de una mujer. El hombre ni bien clavó la aguja en mi cuerpo corrió y se marchó del bus. Yo me quedé absorto, sin reacción. Todos los pasajeros fueron a socorrerme. El cobrador llegó y con algo de asco me sacó la jeringa. En ese momento empecé a temblar, controlé mis lágrimas pero no mi temor y desesperación. Escuché por ahí a una señora diciendo “qué desgraciado ese sujeto. Pero joven por qué se arriesgó”. Por ahí se escuchó un grito de “vamos al hospital de inmediato”.

Recuerdo que en un descuido de todos salí corriendo del bus y empecé a correr por toda la avenida Wilson y parte de la avenida Arequipa. Me pregunté a cuántos más les había pinchado con la jeringa. Corrí y no pude evitar que las lágrimas se me salieran. No me importó que la gente me viera, seguí corriendo. Cuando me cansé tomé un taxi y me dirigí a mi casa. “Qué pasa joven, por qué está llorando”, “nada, por favor sólo conduzca y no me hable”. Lloré todo el camino. Al llegar a casa felizmente papá no estaba y mamá salió a mi encuentro. Me vio con los ojos hinchados y rojos, y su curiosidad empezó a desesperarla. Pensé en decirle la verdad pero me contuve, hasta ahora no se lo he dicho. Le dije que mi enamorada me había dejado y que por favor no le contara a mi papá. Ella, tierna como siempre, me abrazó y me dijo que esas cosas pasan, que ella había dejado así algunas veces a mi papá y que él la buscaba con lágrimas en los ojos. Mi padre no se enteró que había llegado con los ojos llorosos.

Hace un mes que no voy al centro. Los chicos me escriben mensajes, pero yo prefiero no contestar. Mi padre me pregunta por qué ya no salgo. Mi madre me pregunta por qué sigo llorando. El hombre que estaba a mi costado sale del consultorio, en su rostro se nota la preocupación además sus ojos brillosos lo delatan: está condenado. Del sujeto que me hincó con la jeringa no supe más, sólo me enteré de una persona que fue atacada por un hombre, en un bus, con una jeringa. Vi el titular en un periódico hace una semana: “Loco jeringa infecta Natacha en combi”. Cuando lo vi me quedé paralizado, pero no compré el periódico. No quise saber si de verdad la infectó o no. Me dio temor que la mujer se haya hecho los análisis y le haya salido que es portadora del virus.


La enfermera sale, dice mi nombre. Voy hacia ella, le digo que no quiero hablar con el doctor y que sólo me dé los resultados. Me avergüenza hablar de esto con alguien. Ella vuelve a entrar. “Y ahora qué hago -pienso- y si las pruebas salen positivas”. Recuerdo el ofrecimiento del Argentino de recorrer toda América. Sí, me iré y desapareceré con mi enfermedad. Pero todavía no sé los resultados. Antes de irme le diré al Argentino que busquemos al sujeto y lo matemos. Pero todavía no sé los resultados. La enfermera vuelve a salir. “Dice el doctor que si no sabes leer el resultado lo llames, toma. Gracias por venir. Siguiente, el señor…” Me ha dado un sobre. Lo tengo en mi mano. Estoy temblando. No quiero verlo.

La jeringa III

El grupo esperado llegó. Nosotros ya estábamos listos para meternos a los empujones que se estaba formando en medio del local. Ni bien empezó la primera canción toda la gente se dirigió al centro y empezó a golpearse. Recuerdo que yo sentía que volaba, me dirigía de un lugar a otro y no me oponía a ello. Chocaba con todo el mundo, miraba sus rostros en pleno éxtasis o transitoria locura. Las chicas también estaban metidas en los empujones y por más que les caían patadas en los senos ellas, obstinadas, continuaban repartiendo golpe. Y yo seguía volando de un lado a otro, impulsado quién sabe por simples empujones o por verdaderos puñetes que no sentía por la adrenalina de la bulla. Terminada la canción volvimos todos alegres como si no nos hubieran golpeado. Nuestro cuerpo no sentía dolor en ese momento, pero al día siguiente te lo cobraba. Varias veces mi padre me había visto hematomas gigantescos. “Qué es eso”, me preguntaba, “A dónde mierda te has ido para que llegues con esos moretones”. “¡Ay, padre!, si te contara cómo es esta chica de salvaje”, y todo quedaba como si nada. Mi madre sí armaba un escándalo: “Vamos inmediatamente al hospital”. Se iba de un lado para el otro con remedios “Pero quién te ha hecho esto mi bebe, dime la verdad. Acaso te ha pegado tu papá, porque si es así…” Yo me reía de lo histérica que se ponía cada vez que me veía con un moretón en el brazo.

Nos volvimos a sentar y continuamos bebiendo. Ya a las tres de la mañana nadie quiso seguir tomando, el local estaba casi vació y bastó que levantara la mano para que claudia, la mesera de cabellos rizados, llegue con mi botella de whisky. Le pagué todos los gastos hechos y les dije a los chicos que ya era hora de irnos. Llegamos al mismo sucio hostal de siempre y pedimos el mismo cuarto que pedíamos todas las madrugadas de los sábados; aquel cuarto que poseía la cama más grande que había en toda la casa-hostal. Ya nos conocían así que no hubo problema que entráramos todos juntos al mismo cuarto: el escondite perfecto para esconder los estragos de la resaca. Al entrar al cuarto todos se tiraron en la cama. Yo seguía con mi botella de whisky en la mano tratando de quedar completamente inconsciente. Todos nos quedamos dormidos al instante, no sin antes haber fumado el último cigarrillo de marihuana que quedaba.

Siempre que estaba con ellos temía que la luz del día llegue, pues al llegar tendría que regresar a mi realidad. La noche es perfecta porque se convierte en cómplice de todos; oculta a violadores, asesinos, parejas y a simples jóvenes que se refugian en actos bacanales. Hace unos meses el argentino me dijo que nos fuéramos a recorrer como mochileros toda América. No acepté pues sabía que mi padre me encontraría donde esté. Tal vez si hubiera aceptado, ahora no estaría en esta sala de espera. Acaba de salir una enfermera, ha llamado al de mi costado. Cuando vuelva a salir sé que será mi turno. Estoy nervioso y sudo. Mi cuerpo empieza a temblar.

Cuando Salí del cuarto no me despedí de ellos. Todos estaban totalmente dormidos, nadie podía escucharme. Tomé mi botella de whisky, todavía quedaba un poco, y me fui de la habitación. Llegué hasta el lugar de recepción y pagué la cuenta. Salí del hostal y me dirigí hacia la avenida. Al pasar por el local en el que estuvimos vi a una chica desnuda tirada en el suelo, rodeada de policías. Había demasiada gente alrededor así que seguí de largo, obviando a la bella punk sin ropa que estaba postrada en el asfalto y era mirada por policías que cumplían con su trabajo pero esa vez lo cumplían con secreta morbosidad. Ahora, pensando, si me hubiera quedado a mirar un rato, una milésima de segundo, no hubiera subido al bus que subí y no me hubiera topado con ese sujeto. Pero no, continué de largo hasta llegar al paradero de buses. Pensé en parar el primer carro que pasó pero me arrepentí pues estaba totalmente lleno. El cobrador me insistió, pero le dije que no frunciendo el ceño. Quizás ese cobrador era mi ángel protector y yo lo rechacé como Eva rechazó al paraíso. Si hubiera subido a ese bus ningún limosnero hubiera subido al micro en el que subí, mi padre solo me hubiera gritado y yo no estaría al borde del llanto ahora. Ese día pensé en tomar un taxi pues mi olor no era agradable. A la mierda, me dije, esos huevones siempre están más sucios que yo así no me haya bañado en días.

Y llegó el carro. Estiré el brazo para que se detenga. Estaba casi vacío. Al subirme sentí que algo trataba de detenerme, como si se hubiera tratado de un presagio, pero al no saber de qué se trataba continué. O tal vez digo esto ahora y en realidad no había sentido nada. Me senté al final esperando que nadie me perturbe hasta bajar. El carro avanzó unas cuantas cuadras y entonces subió él. El hombre en el que he pensado todos estos días. Su flacura, su voz, todo él es el dueño de mis pesadillas. Todavía seguíamos en el centro. El cobrador lo dejó subir sin obstrucción. El bus ya estaba casi lleno. Subió, se paró en la parte del medio y empezó: “Señores buenas tardes. Disculpe que venga a interrumpir su lindo viaje -su voz era tosca- pero la necesidad me empuja a hacerlo. Yo no estoy bien, soy un hombre enfermo al que todos han hecho de lado. Mi mala cabeza me ha llevado al camino del mal. Desde muy pequeño me he drogado, desde muy joven he parado con mujeres y siempre sin protección y ahora sufro las consecuencias. Sí señores, se sufre mucho. No me alcanza para la medicina. Sí señores, tengo sida y no saben cómo se sufre, es muy horrible. Pero yo vengo a que me entiendas… por eso voy a hacer algo pa mostrarles lo que puedo llegar a hacer por culpa de esta enfermedad, pa que vean como se sufre”

Hasta ese momento yo no le había prestado atención, nunca presto atención a los vendedores porque todas las historias son casi las mismas. “Miren señores, esta jeringa representa la causa de mi enfermedad. Yo me inyectaba con la misma aguja que otros. Ahora estoy así por culpa de la jeringa y de las mujeres. Pero lo que voy a hacer por ustedes es clavarme esta jeringa en la garganta pa que vean como se sufre”. Cuando escuché que se metería la aguja en la garganta reaccioné, no sólo yo sino todos los que estábamos en el bus. El sujeto jaló el cuero de su garganta y se hundió la aguja de la jeringa. Ese “por ustedes” sonaba a sacrificio, sin embargo el por nosotros estaba alejado de cualquier sacrificio, estaba alejado de cualquier acto de resignación, de cualquier acto salvaguardador que, por último, nadie le pedía. Vi como sacó un poco de su sangre. “Señores esto es lo que hago por ustedes, esto duele pero lo hago para que me colaboren. Ahora por favor les pido una colaboración, miren lo que he hecho por ustedes, es doloroso clavarse una aguja en la garganta, pero lo hago por ustedes. Colabórenme por favor, se los pido en nombre de Jesusito nuestro padre y de nuestra querida Sarita”

martes, 17 de agosto de 2010

La jeringa II

Nunca les compré nada a no ser que sea de mi gusto. Bien me hacía el dormido o movía mi cabeza de un lado a otro para que entendieran mi mensaje. Alguna vez cuando caminaba con dos compañeros de clases, no me atrevo a llamarlos amigos, uno de ellos al ver a un tipo greñudo suplicando una limosna en el piso de una calle anónima para mi recuerdo le dio una moneda, inmediatamente el otro le increpó la acción y le dijo que para qué le regalaba dinero si habiendo más de esos nos convenía. Yo no pienso así, y si no les colaboro es porque no me gusta ayudar a tipos que han cometido todo tipo de actos delincuenciales y después merodean por las calles pidiendo a la gente que le ayude a arreglar su vida; y si se trataba de una historia trágica tampoco les colaboraba porque no sé quién me está contando la verdad y quién no.

Ese viernes fui al centro a escuchar a un grupo grunge, siempre era grunge, no toleraba el punk, y a encontrarme con los muy pocos amigos que tengo. Al centro iba con ropa distinta de la que llevo a la universidad porque así evito los reclamos de mis padres. Escondía la ropa en mi jardín y al salir me cambiaba. Jeans rasgados, polos cortos y camisas de leñador. En cambio a la universidad iba lo formalmente posible.

Tomé un bus. Pensé en los chicos, “me gustaría dejarme el pelo largo como el argentino o el chato que desde que los conozco siempre lo llevan así, pero mi padre no me lo permitiría”. Llegué y ahí estaban todos, en la misma plaza de siempre, esperándome porque soy yo el que pone las entradas y los tragos, a cambio ellos ponen la marihuana y sus locuras. Por último, con ellos me divierto y la plata sale de los bolsillos de mi progenitor.

Los vi desde lejos. El argentino y el chato ya habían prendido unos porros y los fumaban con ávido placer, Esteban, sentado en la banca, miraba el piso con detenimiento catatónico y las chicas, las únicas chicas que conozco y con las únicas que me he acostado, estaban con sus trajes anchos y esotéricos, que les daba un aire místico, charlando y riendo no sé de qué y buscando en esos jugueteos pueriles y cómplices a la vida en sí. Me ven y gritan. “Ahí viene el pituco”, siempre se alegran cuando me ven porque saben que si llego es con dinero para divertirme. “Pituco”, me dicen. Es mi apodo. Yo les digo que soy como ellos, que no tengo la culpa de que mi padre gane bien y viva en una zona exclusiva de la ciudad. “Lo sabemos -me dicen- además nos caes de puta madre”. Una por una las chicas se acercaron a mí, todas me dan un beso en la boca cada vez que me saludan. Las cuatro son hermosas, más, o distinto, que las chicas que viven por mi casa. Su belleza es distinta, su belleza refleja libertad. En cambio las chicas de mi cuadra viven aprisionadas en el cuidado de su apariencia y hay que pedirles permiso incluso para mirarlas. Todo es muy distinto.

La noche ya estaba planeada. Iríamos al local donde más acudimos, porque es de los pocos donde tocan bandas grunge. Antes de ir al local fumamos marihuana, vieja costumbre que teníamos antes de entrar a cualquier local. El Chato siempre pedía fumar afuera porque adentro todos, conocidos y desconocidos, te pedían una pitada. Recuerdo que llevé dinero suficiente para las entradas los tragos y el cuarto donde siempre dormíamos todos juntos, acurrucados en la misma cama, así estemos en verano. El dinero nunca faltaba en nuestros encuentros. Mi padre siempre era generoso con ello. “A un verdadero hombre nunca tiene que faltarle billete carajo, si no las muchachas no se te acercan.” Me daba buena cantidad todos los días y yo guardaba todo para los viernes, cuando la Collera Burguesa, así tildaron a nuestro grupo y nos acostumbramos a que nos dijeran así, se juntara para hacer perradas por las calles del centro.

Siempre parábamos los siete juntos toda la noche. Creo que mi presencia nos unía, ya que siempre me hablaban y yo siempre los escuchaba. Nos reíamos, a veces se burlaban de mí, tal vez era un tanto inocente para ellos, yo era distinto a lo que era en cualquier otra parte, con ellos todo era distinto. Pero eso sí, nunca me buscaban, yo siempre los buscaba y ellos siempre me recibían. Cómo los extraño, desearía que estén aquí, a mi lado tratando de animarme o sufriendo conmigo.

Fumamos los cigarrillos de marihuana y entramos al local. Ya una banda había empezado a tocar, como preludio a la banda esperada. Fuimos a la mesa más alejada que había en el local y una chica de pelo rizado nos trajo dos botellas de vodka, ya sabía nuestros gustos, sabía que siempre empezábamos con unos vodkas, que continuaríamos con un par de vinos, que todos se embriagarían y que sólo yo quedaría medianamente sobrio como para pedirle una botella de whisky. Tenía una resistencia al licor inigualable. Desde que tenía seis años a mi padre le gustaba darme una copa de whisky cada vez que llegaba de trabajar. Hasta ahora lo sigue haciendo, pero por el contrario no le gustaba que tomara en exceso, porque “eso es vulgar hijo, eso solo lo hacen los delincuentes”.

domingo, 15 de agosto de 2010

La jeringa I

Y ahora qué hago. Y si las pruebas salen positivas. ¡Puta madre!, esta sala me desespera. Todos se notan tensos. Por ahí hay uno que está al borde de las lágrimas. Tal vez muchos de los que estamos en esta sala desmayemos al ver los resultados. No quiero hablar con nadie, ni siquiera los miro. Ya un tipo me empezó a hablar, lo mandé a la mierda con la mirada; felizmente entendió. ¿Por qué estoy acá? Creo que por estúpido y terco, pero a diferencia de los que también esperan, lo mío pareciera algo irreal o una condena a la que, como el resto, no debería estar sometido.

Todo empezó un viernes en la tarde. Ese día, y como cada viernes, me dio ganas de ir a los suburbios del centro. Siempre me entra al cuerpo unas ganas incontrolables de ir a escuchar bandas no comerciales cada vez que la semana termina, porque mi cuerpo se siente aburrido de estar escuchando a los malditos profesores de la universidad durante toda la semana. Cada vez que mi padre me ve salir me pregunta a dónde voy. Le contesto que a casa de mi enamorada de la universidad, y entonces él me cubre en todo. Si supiera que ni siquiera tengo amigos en la universidad. “Tráela algún día hijo, para conocerla”, se emociona siempre que le hablo de mujeres y solo atino a decirle cosas que elevan su orgullo. “Padre, tú crees que es la misma cada mes”, entonces suelta una carcajada como si entendiera o fuera lo que quiso escuchar. Siempre le digo cosas similares porque el machismo es una de sus características. “Te pareces a mí cuando era adolescente. Pero algún día vas a tener que sentar cabeza.” Imposible, padre. Yo no soy como tú, un amiguero y social con cualquier persona. No, no, es imposible. Yo soy distinto. A veces pienso que todo se debe a los mimos de mi madre, a la paulatina transmisión de su timidez. En la universidad soy el único que forma grupo de uno cuando dejan trabajos grupales. Soy el chico que se va al rincón a sentarse solo y no habla ni opina una sola palabra y nadie toma en cuenta, como si nadie se percatara de mi existencia, pero existo para mí, existo para mis padres y existo para ese momento, para ese rincón invisible. Soy aquel que pierde puntos en los cursos por no salir a exponer. Pero eso sí, nunca desapruebo porque compenso todo con buenas notas.

Cuando llego los sábados por la mañana me reclama el hedor a licor con el que siempre llego a casa. Me excuso diciéndole que sin unas copitas las chicas no caen. Entonces vuelvo a escuchar sus risotadas. Si se entera que voy al centro a locales hediondos con chicos poco comunes a drogarme, nada químico eso sí, embriagarme y a acostarme con chicas que él repudiaría por ser tan poco femeninas y andróginas, me mandaría al ejercito. Y es que con lo machista que es no le importaría que me juntara con esos pobretones con tal de ver a su hijo como un chico con diferentes ambiciones y machista, eso sí, muy machista. Pero antes me escaparía.

Nunca llevo carro al centro. No sabría donde dejarlo sin que amanezca con un par de llantas menos. Así que siempre tengo que tomar dos buses. Uno hasta la avenida Arequipa y el otro hasta la Plaza Francia, en el Centro. Lo malo es que detesto subir a los buses. Estar sentado con alguien que no conozco me desespera. Y peor si es hora punta porque el chofer y el cobrador abusan de sus clientes y no hay cuando dejen de meter más y más gente. “Al fondo hay espacio pe Chino, avanza”, recuerdo que alguna vez me dijo uno, y sin embargo yo ya me encontraba al fondo. Pero no tenía otra alternativa porque no podía llevar mi carro y detestaba mucho más ir en un taxi. Ni bien subías te empezaban a hablar de la situación del país: “El gobierno es una mierda joven, mire éste es mi título de abogado y sin embargo estoy aquí, taxeando”. “Es culpa de tus viejos por haberte mandado a una universidad de mierda”, le contestaba en mis pensamientos pero él escuchaba “Sí pues señor, el gobierno es malo por las universidades malas que existen en este país”. Con eso lograba que se callaran por un momento, pero después cargaban y seguían con las absurdas conversaciones, como si contándole a un desconocido todos sus malestares y frustraciones aliviaran un poco la mediocridad de sus vidas. Cómo odiaba subir a los taxis. Por eso prefería los abusos de los microbuseros, aunque a cada rato subieran vendedores de caramelos, o vendedores de lo que sea, pero vendedores al fin, con una voz de súplica. Eso también era algo muy intolerable. Te contaban su vida o cantaban. “les voy a cantar una canción linda de mi tierra linda”. Nunca entenderán que están en la ciudad y que sus canciones no nos gustan. No sé cuando llegará el día en que un vendedor suba y diga: “Espero que esta canción de Ian Curtis les guste”. Tal vez ahí hubiese cambiado un poco mi actitud de nunca comprarles nada a esos malditos limosneros. Y esa actitud es la que me llevó a estar en esta maldita sala, esperando algo que podría cambiar mi vida para siempre. Aún tengo el rostro del sujeto en mi mente: flaco hasta verle los huesos, alto, pelo corto, nariz ancha, con un corte en la cara y varios en los brazos, cadera ancha y hombros pegados al cuello. Pero lo que más recordaba de él era su voz: tosca, una voz que notaba una vida de alcohólico.

viernes, 13 de agosto de 2010

Compra y venta

Avanzaba sin sentido por la callecita colonial y maloliente del centro y esperaba de una buena vez formalizar la compra. El vendedor tardó en llegar a donde habíamos quedado por teléfono horas antes. A pesar de la molestia por su demora verlo me produjo tal alegría aunque de una manera inconsciente claro, porque también una vez localizado le mente muchas veces la madre en mi soliloquio interno, pero llegó y ya la angustia se terminaría, al menos por esos minutos.

-siéntate ahí- me ordenó, sin titubeo y sin saludarme siquiera, señalándome la grada de una inmensa puerta colonial echada a perder.

El desagrado que me produjo sentarme en esa grada mil veces bañada en orines por perros borrachines y transeúntes le importó poco al vendedor pues una vez dada la orden continuó caminando hasta la esquina de la calle, dio un vistazo a todas partes y empezó nuevamente a acercarse a mí.

-cinco soles, chino- me dijo fríamente, sin ganas de preguntar algo más allá de lo necesario.
-¿Qué tal está?
-Como siempre Chino. Apúrate antes que nos caiga el gendarme- Y luego de decir eso volvió a recorrer con sus ojos todas las partes visuales de la calle.
-pero la última vez me pareció malísima- le dije con tono apacible e irónico para que no se ofusque y no se me eche encima.
-A veces sale mala, pero la que he traído ya la probé. Apúrate Chino, ¿la compras o no?
-Toma, confío en ti eh.
-Confía siempre en el Gato, Chino. Ahora párate, hazte el huevón y vete por allá. Creo que por esa esquina he visto dos tombos. Ayer casi chapan a dos huevones, ya no se está tranquilo por acá.
-¿Mañana vas a estar por aca.?
-Como siempre Chino, como siempre.
-A la misma hora entonces.
-Puta madre!, ahí vienen. No me conoces, vete nomás.